6.2.14

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Tuve que concentrarme muchísimo para entender lo que estaba pasando.
En verdad, y para ser un poco más correcta, el entendimiento vino mucho después; muchos años después, para ser mucho más correcta. Claro que eso en ese entonces yo no lo sabía, también el entendimiento sobre el no entendimiento suele venir mucho tiempo después. ¡Años! Una persona cree haber entendido a la perfección y, de hecho, en ese momento lo hace: recopila los hechos y las palabras, los ordena por verosimilitud y se concentra en los que parecen cargar con una suerte de epifanía para poder así ordenar las otras palabras, las que dirá a quién le pregunte si entendió o a cualquiera que tenga ganas de escuchar eso que parece ser un logro, porque entender algo a estas alturas es un verdadero logro. Un tiempo después, en la fila del supermercado o mientras lava su cabello, empieza a dudar. Como es lo indicado, se descarta la duda; al fin y al cabo no es más que un mosquito molesto en la oscuridad de la habitación mientras se intenta conciliar el sueño. Claro que sí. Nuevamente, la persona rescata los hechos y las palabras pasadas, les quita un poco el polvo y las vuelve a ordenar, sólo que esta vez, algo es diferente. Podría pensarse - y sería una opción correcta - que lo que ha cambiado es la vida que rodea a esos hechos: la victoria contra el tiempo ya no está tan asegurada, la niñez se ha reducido a una foto vieja en un cajón de esos que nunca se necesitan para nada, lo cercano es un espejismo y todo lo demás. Y sí, es cierto, es la persona que recuerda e intenta ordenar los hechos y las palabras la que ha cambiado pero, si la persona ha cursado al menos dos clases de la lógica más rudimentaria sabrá -y por eso seguirá dudando - que una cosa no quita a la otra y que, si bien su memoria no es tan precisa como solía serlo, el tiempo le ha dado cierta sabiduría que no debe ser subestimada, por ínfima que sea. Entonces, la persona cuestiona a aquella otra persona que un día ordenó los hechos y las palabras y los guardó en esa caja marrón y le pegó encima un papelito que decía eso que había entendido tan bien para nunca olvidarse y nunca volver a tener que reproducir la tarea. Al fin y al cabo, aquella otra persona era más joven, mucho más joven y afectada por los hechos y las palabras que creyó entender. Es un proceso bastante común y bastante tedioso pero inevitable, creo yo. Podría entenderse entonces, que el entendimiento es sólo una hipótesis de entendimiento, que se renueva al compás de la renovación de la psiquis propia.
Claro que todo esto carece de importancia porque, en ese momento, yo me concentré y entendí: ella había envejecido mucho en el transcurso de cuatro cafés y un par de frases memorables. Naturalmente, no se lo dije: esas cosas no hay que decirlas, y esto lo aprendí bastante joven y, si bien puede ser que me aburra de callarme ciertas cosas cuando adquiera la sabiduría necesaria, lo más probable es que sostenga mi pretensión de observadora y analista de los hechos y las palabras hasta el día de mi muerte, la cual no parece estar muy lejana si sé captar las señales. En estos días, ya no tengo tantas dudas: me estoy volviendo loca (¡y es más fabuloso que la mierda blanca!) pero, ese día en particular, yo era tan solo la promesa del desvarío efímero y una bebedora de café exquisita, por lo que la concentración se me facilitó bastante y pude visualizar al tiempo barriendo con una disciplina por lo menos interesante cierto brillo en sus ojos y su cuello, sin demostrar mi espanto.
Fue la primera vez que entendí qué me habían querido decir con todo el problema de la omnipotencia, y no sé cómo no se me escapó una carcajada inmensa de felicidad porque el impulso si que estuvo ahí, latente. A veces siento que las acciones que más me han marcado son aquellas de las que sólo sentí su nacimiento, su impulso, su ímpetu como una implosión inofensiva pero perpetua. Claro que eso, en ese entonces, yo no lo había descubierto y sólo me resultaba peculiar cierta progresión en las 'llamadas a silencio', como me decían en la escuela primaria. Me sentía reír, aunque no me estuviera realmente riendo, la risa en mí tenía el mismo efecto y eso era más que suficiente. Lo mismo me ocurría con el llanto. ¡Cuántas lágrimas derramé mientras posaba para una foto o comía una medialuna! Incontables, realmente. Lástima que nadie lo pudo ver, soy bastante graciosa cuando realmente lloro. O al menos yo me río, mientras lloro, mientras como una medialuna, mientras duermo. Todo al mismo tiempo. ¡El tiempo! Si yo podía llorar y reír y ganar una maratón en el transcurso de la vida útil de la medialuna, ¿qué impedía que ella pudiese envejecer en el transcurso de la vida útil de cuatro cafés y un par de frases memorables? Lógica rudimentaria, desvariada, verosímil. Todo esto lo digo yo ahora, pero en ese momento, sólo notaba su peculiaridad. Sin inmutarme, claro está.
El caso es que no quise decirlo y fue muy fácil no hacerlo ya que, en verdad sí lo dije -en aquél otro plano, el que es suficiente para mí- y seguir bebiendo mi café con un interés sincero en sus palabras que ya no recuerdo. La idea general está, claro, pero no me siento con ganas de repetirla, creo que el tema con los discursos genuinamente bellos es que no existen sin la belleza de quién los improvisa, es decir, no en su totalidad, y no hay nada que me horrorice más que ir entregando reproducciones chatas y muertas de belleza que no me pertenece. Así que no, no voy a escribir lo que me dijo. Puedo decir que hablamos de la muerte y de la despedida del sol, de esa energía que nos transmitían, en ese entonces, los escarabajos y de lo duro que estaba el pan. En algún punto se habrá puesto bastante serio el tema. Después de todo, captó la atención del tiempo y eso no es ninguna nimiedad. 

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