27.8.13

Para: nadie

Te escribo, hace tiempo ya que no nos vemos. Te escribo y no lo hago por amor a las palabras, he decidido ser precisa y evitar embarcarme nuevamente en el océano de dudas en el que, seamos sinceras, no poseo ninguna nave, ninguna tripulación, tan sólo unos brazos débiles y una cola de sirena rota. Y digo que no es por amor a las palabras para que así, tal vez, puedas comprender de una vez por todas mi inevitable apego por el silencio, inevitable pero a la vez elegido y defendido. Es necesario que entiendas, y no sólo que toleres, que aquello de lo que no oso rozar siquiera su sombra, es lo mismo que me hace temblar. Los paisajes invisibles, los discursos sin audiencia, las escenas sin actores ni actrices ni primeros planos, aunque puede que esa pantalla oscura sea en verdad un lunar o la ceguera causada por las estrellas. Ya sé, nada de esto demuestra precisión, es ésta mi manera de hacerte saber que en esas promesas introductorias se halla una diosa hipócrita y que, escribirte mis silencios con exactitud sería algo parecido a ceder un asiento en el colectivo o pedirle perdón a las visitas por el perro alterado, palabras, y aunque aquí no se esconda mi pasión por ellas, tampoco quiero traicionarlas sin reparos. Algunas veces se debe ceder ante la cultura, como en esta oración de la que ya me arrepiento, pero a fondo conocés mi rechazo y mi vulnerabilidad consecuente, no he de despegarme de nada de eso. Me han dicho recientemente algo que es verdad, al menos en forma parcial, en respuesta a la confesión -te pido que la interpretes con cuidado-, de que en mis fantasías -aún dentro de las alegres-, se halla la consecuencia magna de esta apatía hacia la cultura -no veo necesario aclarar a que me refiero con ésto, pese a la estupidez anónima de quién pudiera estar leyendo sobre tu hombro-. Allí se hallan una lista infinita de enfermedades terminales y una tentadora perdida absoluta de la cordura, entre otras cosas. Me respondieron que, aunque no vea yo consecuencias materiales en el presente, además de unas manchas y tres o cuatro cicatrices, puede que la mirada de reproche ajena sea el verdadero precio a pagar. Aquí es donde difiero. Verás, no son los otros los que me miran, soy yo la que se ve en sus ojos. Y frunzo la boca, esquivo la mirada. Me veo tan frágil, tan radiante, desnuda, desangrándome divertida, flotando entre mis lágrimas infantiles, pataleando necesitada de manos, bocas, sonrisas y piñas en la nariz. Pero no es eso lo que quiero expresar, sin embargo. Hay algo más, un punto que se esfuma cuando logro fijar mi vista en él y se coloca con agilidad en mi espalda, una luz que titila en mi frente, el latido que se aleja cuando despierto con el humor indicado para perseguirlo. Hay algo más, y estas descripciones no se acercan a dejarme contenta, no llegan siquiera a conformarme. ¿Será un instante revelador, una cornisa en un subsuelo, un elemento sin utilidad que se presenta maravilloso? Y, ¿cómo no perder el tiempo en esto? ¡¿Cómo podría, justo yo, renegar de él?! Siempre recogiendo de las calles cualquier residuo colorido, un librito para niños partido a la mitad, un guante blanco, un papelito doblado color fuego. Ese algo no tiene tierra, no tiene procedencia, pero si la tuviera, no podría ser otra isla más que la inútil, la innecesaria. Allá, fuera del alcance de tus ojos, donde no quema el sol ni crecen las flores, y hay pilones de papeles de colores para escribir poemas y llueven pétalos de hierro, colillas de cigarrillos, cordones sin zapatos. Es el momento de confesar que no tengo una confesión, acaso siquiera sé a dónde estoy tratando de llegar. Si tuviera esa confesión bien pulida y perfumada, te la entregaría, no sin dudarlo largas noches, pero lo haría y esto sí es por amor a las palabras, por amor a mi armonía, por orgullo y por cobardía. No logro deshacerme de tantos años de análisis, sabés, por eso puedo afirmar que si hay en todo esto alguna confesión, yo sola podré hallarla. De ella, a tí te quedarán vestigios, cenizas, polvo de estrellas. Siento envidia: eso que te queda a tí, es lo más hermoso. 
Me he ido de la cuestión, si no regreso pronto estaré tragando agua. Date cuenta, tuve que hacer cosas, este relato va perdiendo espontaneidad. Algo de eso protege mi silencio. Verás, si yo te fuera a buscar hoy, golpeara tu puerta con fervor y te gritara en la boca todo eso que nunca he dicho -¡tantas novedades podría decirte!-, te estaría entregando en secreto un periódico del siglo pasado. No es que te mienta, yo no sé hacer eso, yo soy la más crédula de mis espectadores, he aprendido que en la mentira se encuentra adormecida la verdad más profunda. No es cuestión de decir la verdad, si no de saber aventurarse por el camino de la mentira hasta tejer la verdad que ya se ha escrito con tinta invisible, cada mentira que me han dicho no fue más que una verdad para la que yo no tuve tiempo, ni ganas, ni fuerzas. Es por esto que tampoco acepto consejos, me ha confundido tanto esta lucha casi onírica entre la verdad y la falsedad que ya no tengo confianza hacia la aventura del otro, yo sé - y esto no lo podés negar-, que a nadie le alcanzan las fuerzas para hallar la verdad que me fue dada, que no es mía, que es la mentira misma. Y por eso no puedo dejar de afirmar que aún desapareciendo todo, cada ser querido, cada espacio conocido, cada esquina, cada canción, cada película que me hizo llorar, aún apagándose mi voz y nublándose mi vista, yo seguiría en posesión de lo más importante, de lo único esencial. Mis reacciones no son caprichosas, no son arbitrarias aunque tanto me guste que así lo parezcan. Hay un mundo - y es este el que me alegra y me tortura a la vez - que no tiene principio ni fin, en el que no hay libros ni ídolos ni referencia alguna. Hay un cuerpo - y es este el más puro, no el que soy capaz de entregar - que baila frente a un millón de ojos amarillos. Es ésto lo único y verdaderamente mío. Y no me hace sentir especial, si no más bien desdichada, resentida por la incapacidad de contacto y de comunicación que también me ha sido dada (tal vez algún día me haga cargo, pero no será hoy). Pero yo también me he sido dada y quiero cuidarme, merezco mi respeto, además de mi enamoramiento constante. Y otra vez, pese a la estupidez, te confieso aunque ya debés saberlo, que yo soy mi eterna enamorada, no me asustan las mañanas ni los espejos, algo de esto también hay en los silencios. Saberme una deidad, autorizarme a castigar pero negarme a hacerlo con la misma violencia. Tanto castigo y sólo para mí, ¿notás la tristeza de mi rostro? Y sin embargo, en el castigo también hay alegrías, hay fiestas con seres mitológicos y peregrinos, hay ilusión, hay inocencia.
Estaba intentando abrir un poco el periódico viejo. No sé si alguna vez te lo dije, pero la conversación que tuvimos ayer, yo la tuve hace tres años y no estabas, no te conocía tanto como para que estuvieras, pero aún así la tuvimos y no puedo excluirte de este fenómeno, sos culpable tanto como yo del resultado y del griterío inútil. Y no estabas, yo sé que no estabas. Me siento peligrosamente cuerda al escribirte de esta forma, ya ves, que si miro para un costado mientras me contás una historia, es porque esa historia ya la vivimos, mucho tiempo atrás de cruzarse nuestro paso errante por este mundo, que no es, nunca va a ser el que quise entregarte en este silencio. Por eso y por muchas cosas más, hay algo sucio y viejo en todo lo que digo, hay una pizca de muerte en el vestido que llevo puesto hoy, hubo un nacimiento en mi vientre cuando tenía cinco años. Quizás comprendas el absurdo, aunque espero que no lo hagas, para tí he dejado lo más bello: una coma mal ubicada, una tilde olvidada. Los vestigios, las cenizas, el polvo de estrellas. (...)

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